Se cumplen algo mas de cien años que Manuel Font de Anta compuso esta marcha inspirada en las desgarradoras saetas que le cantaban los presos a la Esperanza de Triana desde el interior de la Cárcel del Pópulo.
La Semana Santa era ya otra cosa. Algo distinto a lo que había sido en siglos anteriores porque el romanticismo decimonónico logró dotarla, si cabe, de mayor belleza. Las imágenes se revestían de nuevos bordados, de suntuosas platerías y los pasos de Cristo se volvieron neobarrocos.Gracias al ferrocarril y a las crónicas de los viajeros, la ciudad comenzaba a compartir su Semana Santa con los extranjeros que, al igual que los sevillanos, contemplaban la gran fiesta con ojos nuevos. El siglo XX comenzó con Marcelo Spínola pidiendo por las calles y una promesa de prosperidad que llegó en 1929, aunque fue efímera.
Desde hacía unos años, en la iglesia de San Jacinto, la Esperanza de Triana estaba floreciendo de su letargo. La dolorosa que Ordóñez había convertido en mujer castiza, como salida de un patio de la calle Alfarería. En su paso de palio el diseñador cerámico José Recio del Rivero estaba volcando toda la personalidad de la primera artesanía del barrio. Y la Esperanza revestía sus varales de forja al tiempo que plasmaban en sus bordados el espíritu regionalista de la cerámica. En aquel tiempo venía la Virgen, arrebatadora, por la calle Pastor y Landero. En una sola fotografía podía caber el cortejo al completo.
La Cárcel del Pópulo permitía a los presos asomar su soledad a las ventanas por las que pasaba la Esperanza. Sorteando los barrotes con la mirada para ver la cofradía pasar, La Semana Santa era ya otra cosa. Algo distinto a lo que había sido en siglos anteriores porque el romanticismo decimonónico logró dotarla, si cabe, de mayor belleza. Las imágenes se revestían de nuevos bordados, de suntuosas platerías y los pasos de Cristo se volvieron neobarrocos. Gracias al ferrocarril y a las crónicas de los viajeros, la ciudad comenzaba a compartir su Semana Santa con los extranjeros que, al igual que los sevillanos, contemplaban la gran fiesta con ojos nuevos. El siglo XX comenzó con Marcelo Spínola pidiendo por las calles y una promesa de prosperidad que llegó en 1929, aunque fue efímera.
Desde el punto de vista plástico, el resultado fue una composición de aires nacionalistas que entronca con las melodías propias del folclore andaluz y la música popular, cuya principal figura en aquellos años era Manuel de Falla.
Dos años después de componer el gaditano El Amor Brujo, Font de Anta estrena Soleá dame la mano, ejemplo de la intensidad y la calidad con la que se crea en aquellos años. Hay quien percibe, incluso, la influencia del impresionismo francés, especialmente en la introducción de la marcha. Desde el punto de vista técnico, la pieza aporta un formato novedoso frente a las estructuras llamadas “binarias” de las composiciones militares. En el caso de Soleá dame la mano hay una exposición, una zona intermedia –o trío– y una reposición.
Quizás por su complejidad técnica la marcha no fue interpretada en demasía salvo por la experimenta da Banda Municipal. Principalmente, debido a que una correcta interpretación de Soleá dame la mano precisa de músicos profesionales de los que, hasta décadas recientes, adolecían la inmensa mayoría de las bandas sevillanas.
La marcha que cautivó Stravinsky
Cuentan las crónicas que Igor Stravinsky estuvo en Sevilla en la primavera de 1921, “deseoso de admirar la Semana Santa, de la que sólo conocía los testimonios escritos de los viajeros románticos”, afirma el cronista Nicolás Salas en una de sus investigaciones. Venía de París, acompañado de su amigo y colaborador Diaghilev, el creador de los ballets rusos con los que tanto trabajó. “Stravinsky y Diaghilev se alojaron en el hotel Madrid y tuvieron en Juan Lafita un cicerone excepcional”, narra Salas. Su encuentro con aquella Semana Santa de 1921 se hizo conmovedor cuando al paso de la Virgen del Refugio de San Bernardo por la Puerta de la Carne, la Banda Municipal de Sevilla interpreta Soleá dame la mano. En ese momento, cuentan que Stravinski le dijo a su amigo Diaghilev: “Estoy escuchando lo que veo y estoy viendo lo que escucho”. Y es que por su belleza plástica y virtuosismo técnico esa composición “le hubiera gustado firmarla a cualquiera de los genios de la música”, concluye Gutiérrez Juan.
Por José Antonio Rodríguez
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